Esta columna de nuestro cofundador Harold Martínez Rojas fue publicada en La Silla Vacía el 24 de abril de 2025.
En territorios con altos niveles de gobernanza no estatal, ya sea por ausencia del Estado o por presencia consolidada de actores armados ilegales, los espacios de participación y deliberación ciudadana pueden tener riesgos significativos.
La narrativa estatal sigue promoviendo procesos y diálogos comunitarios como si fueran neutros, seguros y universales. Pero ¿y si participar fuera un acto de alto riesgo en muchos contextos y regiones de Colombia? ¿Y si algunas de las metodologías y procesos participativos que celebramos estuvieran, sin querer, generando acciones con daño en contextos donde el control territorial está en disputa?
El debate sobre los ceses al fuego mal verificados, como ha señalado recientemente Human Rights Watch, muestra, a manera de ejemplo, cómo la omisión estatal puede fortalecer estructuras armadas y dejar a las comunidades aún más expuestas. Este es un terreno donde hablar, organizarse o simplemente reunirse no es solo un acto participativo, sino que puede llegar a ser una decisión de vida o muerte.
-La participación como derecho y como promesa constitucional
La participación ciudadana no es solo un mecanismo técnico ni un instrumento de política pública. Es un derecho fundamental consagrado en la Constitución de 1991 y uno de los pilares del modelo democrático que el país se propuso construir tras décadas de exclusión y centralismo.
La Carta del 91 no solo reconoce la participación como un principio, sino que promueve activamente su ejercicio a través de múltiples formas: consultas, cabildos, presupuestos participativos, planeación territorial y más.
Este mandato constitucional parte de una promesa: que las decisiones públicas deben reflejar no solo la voluntad de los gobernantes, sino también la voz activa de la ciudadanía. Y que dicha voz debe ser tenida en cuenta no como un trámite simbólico, sino como una fuente legítima de orientación política y acción institucional.
Cuando esa promesa se vacía de contenido —porque el entorno no es seguro, porque las decisiones ya están tomadas, o porque los espacios son manipulados— no solo se traiciona un principio jurídico, se socava la democracia misma.
Un entorno con elementos de riesgo
Los liderazgos sociales enfrentan múltiples capas de riesgo. No solo por sus agendas, sino por la simple visibilidad que implica tomar la palabra, representar a otros o liderar un proceso colectivo. En contextos de gobernanza criminal, incluso un taller comunitario puede ser interpretado como una amenaza, una denuncia encubierta o una forma de alineación política.
Más allá del número de asesinatos de líderes sociales registrados —173 de acuerdo con Indepaz en el 2024—, que siguen siendo alarmantes, es urgente problematizar otras expresiones del conflicto que revelan el control social y territorial ejercido por actores armados. Estos indicadores no siempre aparecen en las estadísticas oficiales, pero son fundamentales para entender los riesgos de la participación en muchos territorios del país.
Hablamos de confinamientos forzados que impiden la libre movilidad de comunidades enteras, toques de queda no oficiales que se acatan más que cualquier norma estatal y procesos de carnetización impuestos por actores armados para controlar quién vive o circula en un territorio. También de restricciones informales al comportamiento cotidiano que implica la vigilancia directa o indirecta sobre las comunidades y los líderes comunitarios.
Estos patrones de control no solo limitan la participación, la distorsionan: condicionan quién puede hablar, qué se puede decir y ante quién puede hacerlo. Ignorar estos indicadores es diseñar a ciegas, y suponer condiciones de participación que no existen más que sobre el papel.
-Participación en abstracto y las dinámicas reales de participación
La participación, en abstracto, suena bien. Pero, su práctica implica amplias convocatorias, deliberación, incidencia, visibilidad de liderazgos y expresión pública de preocupaciones que muchas veces están relacionadas con el accionar de grupos armados. Participar, en estos contextos, no solo expone, sino que puede ser visto como una provocación.
El ejercicio de la participación ciudadana implica deliberación, convocatorias amplias y diversas, y una alta visibilidad tanto de los liderazgos como de las posturas políticas. Supone, además, la expresión de las preocupaciones de las comunidades y sus representantes sobre el territorio, preocupaciones que muchas veces están relacionadas con el accionar de grupos o estructuras armadas.
En este contexto, participar en escenarios marcados por una fuerte presencia de gobernanza criminal no solo visibiliza a los liderazgos sociales, sino que también incrementa su vulnerabilidad. A esto se suma que dicha participación pierde eficacia, pues las amenazas generan altos niveles de autocensura en las comunidades, limitando su libertad para expresarse.
En zonas de alta gobernanza criminal, abrir un espacio de diálogo comunitario no solo expone a los liderazgos, sino que muchas veces inhibe la expresión genuina de las comunidades. La censura no viene de una oficina, sino del miedo. El miedo a que lo dicho en una asamblea termine con un silencio más largo: el de una amenaza, una desaparición o una bala.
En ese sentido, no solo se pone en riesgo a quienes participan, sino que se sabotea el propio proceso participativo: se finge voz, donde lo que hay es silencio forzado.
-¿Es posible mitigar los riesgos desde un abordaje metodológico?
Aquí es donde la innovación importa de verdad. Cuando hablamos de metodologías, hablamos del diseño de los “cómo” se hacen las cosas: cómo se convoca, cómo se estructura el espacio, cómo se escucha, cómo se diseña la incidencia y por supuesto, cómo se protege. Desde este abordaje es posible generar mejores condiciones para la participación ciudadana.
Fortalecer la confianza
Primero, es clave intencionar el fortalecimiento de la confianza en el diseño e implementación del proceso participativo, confianza tanto horizontal entre ciudadanos como hacia la institucionalidad. Algunos elementos que pueden aportar en este sentido serían:
El diseño de espacios seguros con convocatorias cuidadosas, amplias, pero conscientes de los escenarios de riesgo, medidas de seguridad claras, elección consciente del lugar donde tienen lugar estos procesos y reglas de juego claras. Esta lectura integral del entorno y sus dinámicas importa tanto como los propósitos de fondo.
En este mismo sentido, reconociendo que la confianza es un componente central en cualquier proceso participativo. No solo se trata de diseñar espacios seguros, sino de que quienes los lideran y convocan gocen de legitimidad, reconocimiento y cercanía con las comunidades. La desconfianza en los promotores del proceso, los facilitadores o los aliados, puede inhibir la participación tanto como una amenaza directa.
Por eso, los procesos participativos y sus metodologías deben estar orientados también a fortalecer los tejidos de confianza, a partir de relaciones sostenidas, coherencia ética y transparencia en los propósitos y alcance de los mismos.
Esta última idea es fundamental: los procesos participativos deben ser transparentes respecto a su propósito y alcance. La comunidad tiene derecho a saber para qué está siendo convocada, cuál es el alcance de su participación, y qué capacidad de incidencia real tendrá en la toma de decisiones y en la política pública.
No se pueden seguir habilitando espacios de diálogo que terminan siendo ejercicios simbólicos sin consecuencias prácticas y transformadoras de los territorios y las condiciones de vida de sus habitantes.
Diseñar la participación desde el cuidado: metodologías seguras en contextos de riesgo
Segundo, es importante no subestimar las potencialidades que ofrece el diseño metodológico de los procesos participativos, especialmente cuando se trata de mitigar riesgos de seguridad.
Herramientas asincrónicas que permitan una participación plural sin exposición directa, mecanismos que resguarden el anonimato de quienes están en riesgo por su liderazgo, análisis de percepción protegida, y nuevas formas de consulta y diálogo ciudadano —menos visibles, pero igual de válidas— son estrategias que pueden marcar la diferencia en entornos atravesados por la gobernanza criminal.
Este texto no pretende ofrecer soluciones únicas ni fórmulas cerradas, pero sí hacer una invitación urgente: a quienes diseñamos metodologías de participación, nos corresponde imaginar y construir procesos que incorporen el cuidado como principio rector y reconozcan las variables de riesgo que enfrentan muchas comunidades en el contexto actual.
Diseñar en clave de protección, sin sacrificar los principios fundamentales de la participación —transparencia, incidencia real, representatividad, inclusión, accesibilidad, garantías de seguridad, pertinencia territorial, reconocimiento, dignidad y seguimiento— es una tarea compleja. Pero es también, hoy más que nunca, una tarea ética. Una verdadera labor de equilibrista.
Garantizar trato digno
Tercero, debe garantizarse un trato digno a los líderes y a las comunidades. La institucionalidad debe reconocer el valor de estos actores como interlocutores válidos y representativos del territorio. No puede ser que el trato y la dignidad se vean más claramente en el diálogo con actores en armas que con las comunidades que han resistido sin ellas.
Desde la institucionalidad se debe actuar con responsabilidad y coherencia. Los procesos participativos deben habilitarse cuando la voz de la comunidad puede efectivamente orientar, modificar o definir el rumbo de una acción pública. De lo contrario, se corre el riesgo de erosionar aún más la confianza en el Estado y de generar frustración, desgaste y daño. Porque prometer participación sin posibilidad de cumplimiento también es una forma de violencia institucional.
No se trata de renunciar a la participación, sino de reconocer que la complejidad de nuestras regiones y las dinámicas del conflicto actual en Colombia exigen repensar cómo se diseñan y proponen los procesos participativos.
Diseñar reconociendo los riesgos en seguridad —y no desde el deseo o el indicador— implica asumir una responsabilidad ética con quienes viven en los territorios, con sus voces, sus tiempos y sus condiciones. Porque cuando la participación es mal diseñada, no solo fracasa: puede también generar acción con daño.